Monday, February 06, 2006

LAS RUINAS CIRCULARES

Jorge Luis Borges

And if he left off dreaming about you. . .
Through the Looking-Glass, VI

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido. . . En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer—y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

Friday, February 03, 2006

LECCIONES SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS BREVES

Por Víctor Montoya

El Tío1, como todo diablo de vasta cultura y declarado defensor del cuento breve -brevísimo-, aprovechó una de nuestras conversas para darme una lección sobre el arte de trabajar la palabra con la precisión de un orfebre.
-Escribir un cuento breve es como grabar un verso de García Lorca en un anillo de bodas -dijo-. Así de fácil pero a la vez difícil.

Lo miré callado, pensando en que el Tío, a pesar de sus atributos de Satanás, jamás dice las cosas al tuntún. Es un tipo asaz inteligente, sabio en las ciencias ocultas y en las ciencias de ciencias. ¿Qué no sabe? ¿Qué no puede? ¿Qué no quiere? Es un modelo de constancia y rigor intelectual. Y, lo más deslumbrante, tiene una respuesta para cada pregunta. Así un día, mientras hablábamos de literatura y literatura, dijo: “Los hombres escriben cuentos violentos”. ¿Y las mujeres?, le pregunté. “Ése es otro cuento”, me contestó.

-En tu opinión, ¿cómo se distingue al buen escritor de cuentos? -le dije a modo de tantearle sus conocimientos.

-Para empezar, al buen escritor se lo distingue incluso por la forma de andar -replicó con la sabiduría de quien posee el don del genio y la magia de la palabra-. El escritor de fuste no necesita tarjetas de presentación, críticos ni reconocimientos. En él, más que en nadie, la pasión de escribir es como estar endemoniado, una forma de levitar al borde del delirio, de hacer añicos la realidad y contar un cuento en el cual la mentira es tan cierta que nadie la pone en duda, aparte de que su vicio de escribir en soledad es una enfermedad endémica y sin remedio. Nadie lo puede librar de esa atadura voluntaria, ni siquiera Cristo en calzoncillos...

El Tío, consciente de que la virtud del intelectual consiste en simplificar lo complejo y no en hacer más complejo lo simple, se daba modos de meterme los conocimientos como con cuchara, aplicando una didáctica más eficaz que la de un profesor emérito. Por eso cuando hablaba de un tema aparentemente difícil, como es la literatura, lo hacía con gran desparpajo y muchos ejemplos.

-¿Y cómo se sabe que un cuento es un buen cuento? -le pregunté con la curiosidad de quien aprovecha una charla sobre el arte de escribir.

-Cuando te atrapa desde un principio y el lenguaje fluye con fuerza propia, cuando el lector reconoce las situaciones del cuento y empieza a identificarse con los personajes, quienes, por su verisimilitud, dejan de ser puras invenciones para hacerse creíbles a los ojos del lector. Un buen cuento se parece a un caleidoscopio, donde uno encuentra nuevas figuras literarias cada vez que lo lee y lo relee. Claro que todo esto no depende sólo de la perfección formal del cuento, incluidos el argumento, el lenguaje y el estilo, sino de la destreza del autor, quien debe mantener el suspense del lector hasta el final. En el mejor de los casos, el cuento debe tener un desenlace sorpresivo e inesperado, porque un cuento sin un final sorpresivo es como un regalo descubierto en Navidad.

-Y si el cuento no atrapa desde un principio ni mantiene tenso el ánimo del lector hasta el final, ¿qué hacer? -le pregunté, mientras rememoraba los malos cuentos que escribí en mi juventud creyéndolos obras maestras.

-¡Ah! -contestó el Tío, reacomodándose en su trono-. En ese caso lo mejor es tirarlo como cuando se tira abajo un edificio cuyas puertas y ventanas aparecieron construidas en el techo. A propósito, García Márquez dice: "El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela”. Y si el cuento, por alguna razón misteriosa, no sale bien desde un principio, lo aconsejable es “empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura", porque escribir un cuento que no quiere ser escrito es como forzar a una mujer que no te ama.

Me quedé pensando en que no es fácil ser albañil de la literatura, un oficio que parece reservado sólo para quienes, desde el instante en que conciben una historia en la imaginación, se sienten apresados en un torbellino de imágenes y palabras.

-Otra pregunta -le dije-. A tu juicio, ¿quién es el buen escritor de cuentos?

-El ñatito que ve como en una película la obra de su creación y es capaz de inventar ficciones sobre los tres pilares fundamentales de la condición humana: la vida, el amor y la muerte, así algunos críticos digan que lo más importante no es QUÉ se cuenta sino CÓMO se cuenta. Tampoco cabe duda de que un buen escritor de cuentos breves, usando los instrumentos simples de la palabra escrita, es capaz de crear personajes, a quienes les concede vida propia con su aliento y su talento, los crea no de un montoncito de tierra, como Dios creó al hombre, sino de un montoncito de palabras, como tú me estás creando contra viento y marea, soplándome vida en tus cuentos de la mina. El buen escritor posee la magia de sacar las palabras hasta por los bolsillos, como el mago saca las palomas por las mangas de la camisa.

-A propósito de ambientes y personajes, algunos de mis lectores dice que me repito demasiado, que patino sobre el mismo tema y sobre el mismo personaje.

-¡Bah! -refunfuñó el Tío-. No les hagas caso, sigue insistiendo sobre el mismo tema, sigue escribiendo sobre este Tío de la mina y, como recomendaba el viejo Tolstoi: “Describe tu aldea y serás universal”.

En efecto, me prometí para mis adentros seguir escribiendo sobre la realidad dantesca de los mineros y sobre las ocurrencias de su dios y su diablo protector encarnados en el Tío, el mismo que en ese instante conversaba conmigo sobre sus autores preferidos y sobre las claves del cuento breve, dándome la oportunidad de preguntarle una y otra vez, por ejemplo, ¿cómo elegir un buen cuento en medio de tanta palabrería?

-Eso varía de lector a lector -aclaró el Tío-. Hay cuentos y cuentistas para todos los gustos. Más todavía, los cuentos, al igual que sus autores, tienen diversas formas, tamaños y contenidos. Así hay cuentos largos como Julio Cortázar y cuentos cortos como Tito Monterroso; cuentos livianos como Julio Ramón Ribeyro y cuentos pesados como Lezama Lima; cuentos chuecos como Augusto Céspedes y cuentos borrachos como Edgar Allan Poe; cuentos humorísticos como Bryce Echenique y cuentos angustiados como Franz Kafka; cuentos eruditos como JL Borges y cuentos dandys como Óscar Wilde; cuentos pervertidos como Marqués de Sade y cuentos degenerados como Charles Bukovski; cuentos decentes como Antón Chéjov y cuentos eróticos como Anaîs Nin; cuentos del realismo social como Máximo Gorki y cuentos del realismo mágico como García Márquez; cuentos suicidas como Horacio Quiroga y cuentos tímidos como Juan Rulfo; cuentos naturalistas como Guy de Maupassant y cuentos de ciencia-ficción como Isaac Asimov; cuentos psicológicos como William Faulkner y cuentos intimistas como JC Onetti; cuentos de la tradición oral como Charles Perrault y cuentos infantiles como HC Andersen; cuentos de la mina como Baldomero Lillo, cuentos rurales como Ciro Alegría, cuentos urbanos como Mario Benedetti y así, como estos ejemplos, hay un montón de cuentos como hay de todo en la viña del Señor. El saber elegirlos no es responsabilidad del escritor sino un oficio que le corresponde al lector.

Al escuchar el chorro de nombres, en mi condición de eterno aprendiz, me quedé turulato por la sabiduría del Tío, quien conocía las técnicas del arte de narrar sin haber escrito un solo cuento. Claro que tampoco tenía por qué haberlo hecho, si en sus manos tenía a un escribano como yo, encargado de transcribir los dictados de su ingenio y su corazón de diablo.

Mi curiosidad por saber más sobre el arte de escribir cuentos breves fue in crescendo, hasta que indagué el porqué de su preferencia por el cuento breve.


El Tío se arrimó en el espaldar de su trono, irguió la cabeza, cruzó los brazos y explicó:

-Porque es una creación literaria donde se ensamblan la brevedad, la precisión verbal y la originalidad, pero también la sintaxis correcta y la claridad semántica, porque no es lo mismo decir: “Dos tazas de té, que dos tetazas”, ni es lo mismo decir: “La Virgen del Socavón, que el socavón de la virgen”.

Estaba a punto de abrir la boca cuando él, sin importarle un bledo lo que quería decirle, se me adelantó con la agilidad propia de un gran conversador:

-El cuento breve es tiempo concentrado, tan concentrado que, algunas veces, puede estar compuesto sólo por un título y una frase. Ahí tenemos “El dinosaurio”, un cuentito corto como su autor: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, dice Monterroso, seguro de haber cazado un animal prehistórico con siete palabras. Otro ejemplo, Antón Chéjov, acaso sin saberlo, anotó en su cuaderno de apuntes una anécdota, que bien podía haber sido un cuento condensado: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". Lástima que el ruso dejó esta idea entre sus apuntes como un diamante no pulido. De lo contrario, éste podía haber sido el cuento breve más perfecto sobre la vida de un millonario suicida. ¿Qué te parece, eh? ¿Qué te parece?

-¿Y qué me dices de los cuentos de largo aliento? -le pregunté sólo por llevar más agua a su molino.

El Tío se dio cuenta de mi actitud de preguntón, paseó la mirada por doquier, se alisó los bigotes con la lengua y contestó:


-Los cuentos largos son como los largometrajes, si no terminas dormido, terminas bostezando como cuando te metes en una sopa de letras. En el cuento breve, que se diferencia de la novela por su extensión, deben figurar sólo las palabras necesarias. No en vano Cortázar decía que el cuento es instantáneo como una fotografía y la novela es larga como una película.

-O sea que la clave de un cuento breve radica en sintetizar el lenguaje -dije sin estar muy seguro de lo que decía.

-Más que sintetizar -precisó el Tío-, es necesario economizar el lenguaje, evitando la “inflación palabraria”, como dice Eduardo Galeano, quien recorrió un largo trecho hacia el desnudamiento de la palabra. El lenguaje tiene que ser llano y sencillo, lo más sencillo y claro posibles. No hay porqué escribir una prosa florida ni abigarrada, ni usar un lenguaje rimbombante ni hacer del cuento un árbol de abundante follaje y pocos frutos. Por el contrario, se trata de hacer un striptease del lenguaje, hasta dejarlo con su pura sencillez y encanto, porque en la sencillez del lenguaje se esconde la belleza del arte literario...

-Cómo es eso de desnudar la palabra -irrumpí, sin haber comprendido el meollo del asunto.

-Fácil -dijo el Tío-. ¿Recuerdas el ejemplito sobre el letrero del pescadero?

-No -contesté, rascándome la cabeza.

-Ay, ay, ay. ¡Qué cabezota, eh! -enfatizó-. Según el ejemplo de Galeano, el pescadero rotuló sobre la entrada de su tienda: "AQUÍ SE VENDE PESCADO FRESCO". Pasó un vecino y le dijo: "Es obvio que es 'aquí', no hace falta escribirlo". Y borró el AQUÍ. Pasó otro vecino y le dijo: "Es innecesario escribir 'se vende', ¿o acaso regala usted el pescado?". Y borró el SE VENDE. Y sólo quedó PESCADO FRESCO. Sí. Y pasó otro vecino y dijo: "¿Acaso cree que alguien piensa que vende pescado podrido, que escribe 'fresco'...?". Y borró FRESCO. Ya sólo figuraba PESCADO. Así es... hasta que otro vecino pasó y le dijo al pescadero: "¿Por qué escribe 'pescado'? ¿Acaso alguien dudaría de que se vende otra cosa que pescado, con el olor que sale de aquí?". Así que el pescadero quitó las palabras que escribió sobre la entrada de su tienda...


El Tío parecía levitar mientras hablaba, como haciendo gala de su memoria retentiva. Hizo una breve pausa y luego continuó:

-Qué te parece la ocurrencia del pelado Galeano, ese trotamundos que, además de hacer striptease del lenguaje, logró escribir la historia de América Latina en pedacitos y con las venas abiertas.

-Muy bueno el ejemplo, muy bueno -contesté-. Pero, ¿hacía falta quitar todas las palabras del letrero?

-Está más claro que el agua. Hay cosas que no pueden ser "palabreadas" así nomás. Por eso Galeano, siguiendo las enseñazas del maestro Juan Carlos Onetti, se hizo consciente de que “las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio".

-En eso estoy plenamente de acuerdo -le dije de golpe y porrazo-. Es como cuando se habla, si las palabras que se van a decir no son más bellas que el silencio, lo mejor es callar.

-Así es, pues -aseveró el Tío-. A veces, “la única manera de decir es callando” o como dice el verso de Pablo Neruda: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente...”.

Ahí se plantó nuestra conversa y se abrió un largo silencio.

Antes de cerrar la noche, me despedí del Tío, no sin antes agradecerle por su magistral enseñanza que, de seguir machacando mi oficio de artesano en la palabra, me ayudará a mejorar mis cuentos mal escritos, aunque sé por experiencia propia que “del dicho al hecho, hay mucho trecho”, tal cual reza el refrán popular.

Iba a franquear la puerta, cuando de pronto, a mis espaldas, escuché la voz del Tío:

-No dejes de escribir cuentos breves, como esos que a mí me gustan.

Me di la vuelta, le eché una veloz ojeada y pregunté:

-¿Como cuáles?


-Como los cuentos mineros donde cobro vida propia gracias a las aventuras de tu imaginación.

Me volví otra vez y salí de prisa, sin dejar más palabras que el silencio a mis espaldas.

FIN

1. Tío: Dios y diablo de la mitología andina. Los mineros le temen y le rinde pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

* Víctor Montoya nació en La Paz, Bolivia, el 21 de junio de 1958. Escritor, periodista cultural y pedagogo. Vivió en las poblaciones mineras de Siglo XX y Llallagua. En 1976, como consecuencia de sus actividades políticas, fue perseguido, torturado y encarcelado. Estando en el Panóptico Nacional de San Pedro y en la cárcel de mayor seguridad de Chonchocoro-Viacha, escribió su libro de testimonio "Huelga y represión”. Liberado de la prisión por una campaña de Amnistía Internacional, llegó exiliado a Suecia en 1977. Egresado del Instituto Normal Superior de Estocolmo, en cuya Institución Pedagógica cursó estudios de especialización. Impartió lecciones de quechua, coordinó proyectos culturales en una biblioteca, dirigió talleres de literatura y ejerció la docencia durante varios años. Ha publicado: “Huelga y represión” (1979), “Días y noches de angustia” (1982), “Cuentos Violentos” (1991), “El laberinto del pecado” (1993), “El eco de la conciencia” (1994), “Antología del cuento latinoamericano en Suecia” (1995), “Palabra encendida” (1996), “Cuentos de la mina” (2000), “Entre tumbas y pesadillas” (2002), “Fugas y socavones” (2002), “Literatura infantil: Lenguaje y fantasía” (2003) y “Poesía boliviana en Suecia” (2005). Fundó y dirigió las revistas literarias “PuertAbierta” y “Contraluz”. Su obra mereció premios y becas literarias. Tiene cuentos traducidos y publicados en antologías internacionales. Actualmente escribe en publicaciones de América Latina, Europa y Estados Unidos. Es director responsable de la edición digital de Narradores Latinoamericanos en Suecia: www.narradores.se y del Rincón Literario: welcome.to/heterogenesis.

Thursday, February 02, 2006

EL ARTE DEL CUENTO. [Flannery O'Connor]

Flannery O'Connor

Siempre he oído decir que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre he tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión respecto de lo que considero una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana.

Aún me inclino a pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta capacidad innata para contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el camino. Por supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente un don. Si uno lo posee desde el inicio, podrá desarrollarlo; pero si uno carece de él, mejor será que se dedique a otra cosa.

No obstante, he podido advertir que son las personas que carecen de tal don, las que, con mayor frecuencia, parecen poseídas por el demonio de escribir cuentos. Estoy segura que son ellas quienes escriben los libros y los artículos sobre "como se escribe un cuento".

Un cuento es una acción dramática completa, y en los buenos cuentos los personajes se muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los personajes. Y como consecuencia de toda la experiencia presentada al lector se deriva el significado de la historia. Por mi parte prefiero decir que un cuento es un acontecimiento dramático que implica a una persona, en tanto comparte con nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de un modo dramático, el misterio de la personalidad humana.

Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.

Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno cuando ustedes pueden seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a todo, sigue escapándose de uno.

En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia. En la mayoría de esos cuentos, siento que el escritor ha pensado en una acción y luego seleccionado un personaje para que la lleve a cabo. Usualmente, existen más probabilidades de llegar a un buen fin si se comienza de otra manera. Si se parte de un personaje real estamos en camino de que algo pase antes de empezar a escribir, no se necesita saber qué. En verdad, puede ser mejor que uno ignore lo que sucederá. Cada uno debe ser capaz de descubrir algo en el cuento que escriba.